lunes, 3 de octubre de 2011

Luisa Delfino No Es La Única Que Escucha

Reconozco públicamente mi afición por escuchar conversaciones ajenas en espacios públicos.
Las espero con ahínco en una sala de espera antes de entrar al dentista, desde el asiento de un colectivo, en un subte o en un vuelo de cabotaje.
Simulo leer, tener la mirada perdida o revisar mis papeles, pero con atención aguardo los cuentos de quienes impúdicamente sueltan sus historias, proyectos, observaciones, críticas de cine y de hartos temas frente a una suerte de grupo ignoto que jamás volverán a ver. Quizás allí radica la razón de la impudicia, pero qué necedad, teniendo en cuenta que el efecto de sus dichos no sólo afecta al interlocutor a quien pretenden dirigirse, sino a un grupo de involuntarios receptores que no preguntaron a su compañero de asiento qué opinión le merece la última película de Clint Eastwood. Sin embargo, este descaro me fascina porque a veces no es imprudencia y se escuchan cosas tan ciertas e inspiradoras que a uno le provoca romper el protocolo del "casualmente me senté al lado tuyo y se supone que no te veo, no te oigo, no te toco" e intervenir en la discusión. O pelar papel y lápiz y redactar un guión.
Las narrativas de estos desconocidos oradores despiertan mi interés sobre todo por el pretensioso objetivo de descubrir quiénes son, hacia dónde van, cuál es el vínculo que los une y luego es mi inventiva la que se encarga de darles un pasado o incluso ensayar un futuro. Entrelíneas voy juntando evidencias a partir de su expresión gestual, modismos, selección léxica, estilo para vestir y manera de dirigirse uno al otro.
Captaron mi atención desde la estación Agüero del subte línea D, dos pibes que planeaban métodos caseros para cometer un crimen, entre los que se contaba la asfixia con papel film y un golpe certero en la nuca con baguette frizada.
Días más tarde, presencié conmovida el reencuentro de dos amigos de la infancia que durante el viaje intercambiaron fotos de sus hijos y bajé del avión un tanto triste preguntándome si volverán a verse luego de la animada conversación, o sólo se convertirá en una anécdota del tipo a-que-no-sabés-a-quién-me-encontré-esta-mañana.
Pero mis preferidos son los que se despachan con una anécdota y nada más desesperante que bajarse una parada antes del desenlace.
Lo mejor del écouterismo(*) es que nadie espera la propia participación y no es necesario esforzarse por soltar un comentario acertado, con escuchar es suficiente; y para cuando la charla se vuelve aburrida y sosa, sólo resta hacer oídos sordos.


(*) 
Neologismo inventado por mi madre que funciona como concepto afín a voyeurismo, diferenciándose en la acción, ya que: voyeur en francés significa mirar y écouter es escuchar. El permiso para el uso de la palabra fue "a cambio de unas sales para mi jacuzzi".



Publicado en Dadá Mini #11- «A palabras necias, oídos sordos» - 2010

2 comentarios:

  1. Me encantó "écouterismo"! Esta muy bueno el blog, felicitaciones. Cande

    ResponderEliminar
  2. Padezco lo mismo, ja ja. Me encantó ponerle un nombre...
    Si me siento en un restaurant, estoy escuchando sus historias, peleas, silencios... Mi marido e hijas ya me conocen...y se divierten con la cuestión...
    Saludos!!!

    ResponderEliminar

Comentar es gratis.