domingo, 13 de febrero de 2011

Cenicienta advierte: «Yo les dije»

Mi amiga está a meses de casarse y me escribe para contarme lo bien que se lleva con su novio y lo feliz que está de haber encontrado la horma de su zapato. Claro está que con esa frase está refiriéndose a su futuro esposo y no a que ahora las botas le calcen mejor que antes.
Las sucesivas experiencias que acumulo en mi haber me explican que el amor se jacta justamente de no ser racional, sino algo que, a pesar de ser susceptible a centenares de acepciones, simplemente se siente. Ahora, a partir de la afirmación de mi amiga, pude sumar una nueva categoría de interpretación de este fenómeno: el amor también puede definirse a partir de la utilidad de los pies.
El enamorado pierde la cabeza, deja de usarla y se deja llevar por todo aquello que escapa a la razón obedeciendo sólo a la emoción que le provoca el vínculo con otro. Entonces comienza a cobrar protagonismo el resto del cuerpo y todo lo que éste implica en cuanto a realidad empírica. 
El enamorado se vuelve vanidoso, cada espejo es una confirmación de su unicidad y hasta considera un cambio de look que combine con su permanente sonrisa. 
El enamorado practica gestos, pretende lanzar una mirada más profunda que la magnum de Derek Zoolander y estudia distintas maneras de tomar de la mano a su otro. 
El enamorado deja de usar la cabeza, empieza a usar los pies. Los mismos que van a trasladarlo hasta ubicarse bien cerca del objeto de su afecto e incluso van a permitirle patearlo cuando ese amor se acabe.
Pero al momento de identificar la horma del zapato no se juzga el tamaño, el color, ni siquiera la durabilidad; aquella que de forma y contenga es suficiente, y el enamorado es dotado de un andar tan ligero que avanza suspendido, como si los pies tampoco fuesen ya necesarios.
El príncipe depositó la expectativa de encontrar al amor de su vida con sólo probar en el pie de una tal Cenicienta un zapato de cristal. Ella se lo probó y calzaba a la perfección, pero no fue el zapato el que se amoldó al pie, sino que éste se amoldó al zapato, deformándose y acomodándose a sus posibilidades que, a juzgar por el material, habrán sido bastante limitadas.
El pie es la realidad y de cristal es la fantasía que se rompe en cuanto se empieza a caminar sobre ella, ya que no soporta el peso y se hace añicos apenas se la pone a prueba de la luz y la razón. Uno se pregunta, ¿será realmente la horma de mi zapato? Prueba y verás. Caminemos de puntillas y que no se rompa el cristal.


Publicado en Dadá Mini #7 - «El que no usa la cabeza, usa los pies» - 2009

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