Mi abuela no paraba de hablar. Hablaba por teléfono, hablaba con el
portero, con el director del Hospital de Niños, con el taxista, con el
gobernador de Córdoba, con el vendedor de la juguetería, con sus amigas en
plena partida de Loba. Hablaba sola y hablaba con los espíritus cada vez que se
le antojaba jugar a la copa. Pero con la persona que más le costaba hablar en
el mundo – y decir “el mundo” no es una expresión al pasar porque su inglés y
su francés, aunque indescifrables, se hacían entender – era con mi abuelo. Él
le reprochaba que no modulaba, que su ansiedad por decir, decir y decir volvía
a su discurso una masa inentendible y deforme. La noche antes de morir, mi
abuelo soñó que se le aparecía la virgen María y trataba de decirle algo que él
no podía descifrar. “¿Porque no modulaba?”, preguntó alguno de los presentes.
Soy la nieta más chica y la menor de seis hermanos. Antes de empezar el
colegio, a los cinco años de edad, ya sabía leer, escribir y hablar con
fluidez. De esta manera fue que me convertí en la precoz traductora y emisora
de mensajes entre mi abuela y mi abuelo. Vivían en el mismo piso del mismo
edificio, compartían la línea telefónica y unos pocos metros separaban una
puerta de la otra. “Preguntale al Pepé si quiere comer”, “Decile que no”, “Dice
que no”. “Llevale el diario a tu abuelo”, “Gracias, bichita”, “Ya se lo llevé,
estaba en pijama”, “¿Te dijo si comió?”. Así sucesivamente, domingos y lunes,
antes y después de quedarme a dormir en lo de mi abuela con una de sus remeras
traídas de algún viaje. Hasta que un día
me harté y les dije que no quería juntarme más con ellos porque se peleaban
mucho. Les dio tanta risa que por un instante me sentí la artífice de algo que
hoy podría llamar complicidad. Y nos fuimos a comer los tres juntos.
esa cotidianidad en el juego entre tus abuelos que refleja la anécdota la hace simplemente extraordinaria.
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