Las hermanas en el
sótano ríen en voz baja. No quieren despertar a nadie, ni que se enteren que están jugando y no duermen. Es la hora de la siesta y adentro está fresquito.
Descubren una bola espejada donde se reflejan como en un ojo de pez. Practican
piruetas y gestos ridículos para desafiar la imagen que les devuelve.
De lejos, la forma se
mantiene inalterable. De cerca, psicodelia y distorsión como en la película de
Robert Wiene que vieron el domingo en el Grand Splendid.
La bola se les escapa de
las manos, rueda por el parquet y el sonido les recuerda al bowling. Una de las hermanas se
calza los zapatos para estar al tono. La otra busca la cámara, para disparar en
el momento preciso.
Como el aleph en el sótano
de la calle Garay, la bola es uno de los puntos del espacio que contienen todos
los puntos, donde están todas las luminarias, todas las lámparas, todos los
veneros de luz.
Ellas lo saben, y en el
fresco rumor de la siesta, ajenas a los mandatos y la abulia familiar, las
hermanas descubren un mundo en el sótano donde los universos se condensan, se
proyectan y se ven desde todos los ángulos. Ríen en voz baja para no despertar a nadie, es un secreto.
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